Hemos hablado en varias ocasiones de la relevancia económica de nuestra profesión, tanto para nosotros mismos (ya que, además del arte, nos gusta la tortilla de patata), como para la sociedad (que ojalá asuma pronto que lo nuestro no es un capricho, que somos necesarios). Pero quizá no hemos tratado con suficiente profundidad la dimensión pecuniaria y más inmediata de lo que constituye la materia prima de nuestro trabajo: el patrimonio cultural. Porque, aunque nosotros lo tenemos muy claro y valoramos tanto la realidad física como la simbólica de aquello en lo que basamos nuestro oficio a veces puede quedar un poco difuminado. Es decir, en ocasiones el patrimonio, y su conservación, estudio y difusión, se perciben a través de un prisma un tanto romántico, como si no tuviera repercusiones en la vida real. Nosotros sabemos que el día a día de nuestro trabajo no es el guion de una película, y en Winckelmann & Asociados queremos destacar que, si bien el patrimonio cultural tiene un profunda importancia inmaterial, no es menor el valor económico que posee. Y no porque lo digamos nosotros, sino que es también la opinión de Christopher Smith (presidente ejecutivo del Arts and Humanities Research Council en el Reino Unido), que recientemente ha publicado para Museums Association titulado Why cultural heritage matters now more than ever (Por qué el patrimonio cultural importa ahora más que nunca). En él, el autor parte de la guerra de Ucrania, en la que el patrimonio juega un papel no precisamente menor, como sucede siempre que un pueblo intenta destruir a otro. Los objetos histórico-artísticos son depositarios de gran valor simbólico e identitario, pero también constituyen un vehículo de narración de historias, tanto reales como inventadas, con poder para hacer el bien o para hacer el mal. De ahí que sean objetivos bélicos de gran relevancia. Así, el patrimonio puede ser empleado para difundir la verdad o para propagar la mentira. Por lo tanto, cuidar la educación cultural e histórica debería ser una preocupación acuciante para los gobernantes, para los padres, los docentes, y la sociedad en general. Y lo mismo debería ocurrir con la gestión de ese enorme potencial narrativo que contiene nuestro patrimonio histórico-artístico; no debería estar en manos de cualquiera, sino de personas formadas para ello, dado, que como hemos visto, no es una cuestión baladí. Y es que, como señala Christopher Smith, esta dimensión simbólica intangible lleva consigo consecuencias bien tangibles y palpables para toda la sociedad. Afirma que, precisamente esa capacidad de enriquecer nuestras vidas hace del patrimonio un bien preciado, un arma poderosa, como hemos visto en las noticias de las últimas semanas. Y el uso que se haga de ella tiene un gran impacto en realidades que nadie se atrevería a considerar menores: la economía, la educación, la estabilidad social, la propia construcción de la identidad de un pueblo. Y nosotros nos preguntamos: si estas cuestiones son importantes, ¿por qué no lo es una de las bases que puede contribuir a su crecimiento o a su desestabilización? Si la correcta gestión del patrimonio cultural tiene consecuencias positivas para la sociedad en diversos ámbitos, y al contrario, ¿por qué los poderes sociales valoran tan poco todo lo relacionado con nuestra herencia cultural? Finalmente, si bien defendemos que los profesionales de la Historia del Arte estamos preparados para la mayoría de las tareas relacionadas con el patrimonio, sabemos que no somos los únicos. De hecho, necesitamos del buen hacer de otros profesionales para poder realizar nuestro trabajo: conservadores-restauradores, historiadores, archiveros, investigadores, científicos y técnicos de diversos ámbitos. Por ello, no podemos estar más de acuerdo con la parte final del artículo del señor Smith, que aboga por la colaboración multidisciplinar en la gestión del patrimonio cultural, aunando así los esfuerzos y conocimientos de las Humanidades, las Ciencias y la Economía. Ojalá podamos comenzar a trabajar juntos por un mismo fin, y proporcionar así la mejor prueba del valor indiscutible y el increíble poder que guarda el patrimonio cultural, que es, al fin y al cabo, el reflejo más patente del activo más rico que tenemos: nuestra propia humanidad.
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