Puede que los historiadores del arte tengamos una sensibilidad especial, que nos haga disfrutar de la belleza en todas sus formas, casi como un sexto sentido estético. A lo mejor tenemos predisposición a somatizar éxtasis pseudoespirituales y sufrir un síndrome de Stendhal... Depende mucho de cada uno. Pero lo que, seguro, seguro, que todos nosotros tenemos en común es que somos humanos, al menos de momento. Lo cual quiere decir que necesitamos comer para vivir. Y a veces parece que esto se olvida. Como si los profesionales de la Historia del Arte extrajéramos los nutrientes de los minerales de los pigmentos de las pinturas, del mármol de las esculturas, del reflejo del sol sobre los sillares de un edificio, o algo así. Y ya nos gustaría, pero no. Parece que todo el mundo asume que un abogado, un vigilante de seguridad, un empresario, o un publicista merece un salario digno que le permita mantenerse a sí mismo y a su familia. Pero si hablamos del sueldo de un educador de museos, de un guía de patrimonio, de un investigador artístico... ahí la cosa cambia. Porque nosotros cobramos en amor al arte, claro que sí. Esa es nuestra retribución. Y los responsables no son únicamente las empresas de gestión cultural, las que proporcionan los servicios externalizados de las instituciones museísticas, o cualquiera que contrate los servicios de un historiador del arte. También la propia sociedad tiene un importante papel al respecto, que se manifiesta en la valoración que hace de estas profesiones y de su labor. A nivel individual, poco podemos hacer nosotros por cambiar el modo de actuar de las empresas. Será necesario en estos casos asociarse, o plantear otros modos de reclamación profesional, desde negociaciones hasta huelga, dependiendo del caso. De hecho, no han sido pocas las iniciativas y las denuncias al respecto, como señalaba hace tiempo Elena Vozmediano. Pero en relación a la valoración que la sociedad hace de nuestro trabajo, ahí sí podemos hacer algo. Son pocos los historiadores del arte que no han llevado a sus familiares y amigos a ver un museo, monumento o exposición, con mayor o menor entusiasmo. Pero casi siempre nos toca hacer de cicerone, lo cual supone una oportunidad de demostrar la preparación académica que hay detrás de nuestra labor, y que no somos "una guía con patas". Y, como sabemos bien, no escasean los comentarios del tipo "vamos en horario gratuito, que si hay que pagar no voy". Es el momento, entonces, de sacar el arsenal de argumentos en defensa de nuestra profesión. En primer lugar, es cierto que el acceso a la cultura es un derecho, pero no lo es menos que los presupuestos culturales nunca son los más abundantes, y por lo tanto, de algún sitio habrá que obtener financiación para conservar y promover una herencia que es de todos. En segundo puesto, habrá que recordar que los profesionales de este tipo de instituciones también merecen un respeto y un reconocimiento por su labor, ya que alguien tiene que ocuparse de ello, y, como hemos dicho, no somos espíritu puro. Y, finalmente, sería conveniente recalcar que, aunque es verdad que hay exposiciones un poco más caras que otras, no es ninguna ruina, y que con un par de copas menos, o un móvil que no sea de ultimísima generación, sino sólo de última, se suple el gasto perfectamente; y el enriquecimiento intelectual y personal va a durar más que el efecto de las copas o la actualización del teléfono.
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